miércoles, 3 de noviembre de 2010

TODOS LOS SANTOS.


Al bajar de la furgoneta, vi dos mujeres en un bajo, acicalando un ramo de flores para llevar al cementerio. Sentadas y en silencio, parecían completamente concentradas en ese trabajo. Cogían con mimo cada una de las flores, poniendo en ese gesto todo el amor del mundo. Parecían ausentes, pensaban, quizás, en sus difuntos, y por eso, se esmeraban en hacer de aquel ramo el más bonito.
Esta semana, la hemos empezado con este día, el de Todos Los Santos, que hace ir en avalancha a los vivos hasta el lugar de los muertos. Es un día para recordar que sólo una fina línea nos separa, porque la vida y la muerte van inevitablemente unidas. Me trae muchos recuerdos, desencadenados, todos ellos, sin orden ni concierto.
El día de Todos los Santos, siempre estrenaba la ropa de invierno, e iba, junto con mis padres, encantada de la vida, luciendo el nuevo modelito. El lugar elegido no podía ser menos adecuado, o sí, depende, porque teníamos la visita obligada al camposanto, y en concreto, a la tumba de mi abuelo, al que no conocí. Tras atravesar la puerta del cementerio, recuerdo siempre mi mirada concentrada en la primera losa a mano derecha, que a pesar del paso del tiempo, siempre tenía alguna flor fresca. Era la tumba de una niña, con su foto en blanco y negro. Una niña, que murió a principios del siglo XX, y que se llamaba Rosita.
La excursión al cementerio, me dejaba grabadas en la cabeza las imágenes de los muertos, sonriendo en las fotos. Después, por la noche, me asaltaba ese recuerdo y no me dejaba dormir. Podía recitar de memoria nombres y apellidos, sobre todo, los de aquellos que tenían una edad próxima a la mía. Me llamaban la atención las tumbas, en el suelo del primer cruce, de "los sin nombre" fallecidos en la guerra, donde las almas más caritativas, dejaban alguna flor en su memoria. No sé yo, si este sitio es para los niños, que son, altamente impresionables.
Cuando fui más mayor, aunque aún estaba en el colegio, junto con un grupo de amigas, me hice voluntaria para participar como cantantes en el coro de la iglesia del cementerio. No cantábamos nada bien, sino todo lo contrario, la verdad, pero Felisa tocaba el piano que era una delicia, y eso era un mundo para aquel sacerdote que siempre tenía que oficiar entierros y que daba sus misas, entonando cual tenor, las canciones más deprimentes del mundo. No nos movía nuestra fe religiosa, al menos a mí, sino más bien las risas que nos pasábamos con el cura, que era tremendo. El sacerdote del cementerio tiene una leyenda, no sé si será verdad, pero cuentan que tuvo un accidente donde perdió a su familia y a raíz de eso se hizo religioso. Era un hombre divertido, peculiar, pero hablaba tan deprisa que se le trababa la lengua y no había Dios, nunca mejor dicho, que le entendiera. Nosotras, nos encanábamos de la risa en pleno misal, y eramos incapaces de entonar el "Kyrie Eleison". Entonces, el cura, ¡que era un santo!, y lo afirmo con rotundidad porque os aseguro que tenía una paciencia divina con nosotras, esperaba a que se nos pasara la tontería, haciéndonos gestos con la cabeza para que cantáramos, en el momento en que nos era más difícil reprimirnos. Tengo buenos recuerdos de aquel hombre, que en sus ratos libres, paseaba con bicicleta por dentro del camposanto. Allí, no había coches que pusieran en peligro su integridad, y decía que era el sitio ideal para hacer deporte.
Dando un salto en el tiempo, mis últimas imágenes se remontan a los paseos que daba con una amiga, mano a mano las dos, más de un día pasábamos un rato de la tarde por ese otro mundo dentro de este mundo. Ella quería ser médico forense y eso también influenciaba en esa idea extraña de pasear entre nichos, movidas supongo por la curiosidad. A veces, visitábamos la tumba de un compañero de instituto, que allí está, con su sonrisa intacta, con sus eternos dieciocho años. Lo recuerdo perfectamente, recuerdo su voz y forma peculiar de andar. Se parecía un poco a John Travolta. Su muerte rompió muchas esperanzas, las de todas esas chicas que suspiraban por él. Era guapo, y aún me parece extraño que se quedara ahí, que no esté, que su vida no continuara.
Después de todas estas escapadas al cementerio, con el paso de los años, con el paso de la vida, me han quedado pocas ganas de volver. Ya no miro a la muerte del mismo modo que antes. Ahora me cuesta soportar las miradas fijas de las fotos que cuelgan de un modo tétrico en las lápidas. Aunque me gusta ver, como las personas siguen yendo, a limpiar, adornar y acompañar a sus ausentes.
Foto: Aquí.

8 comentarios:

carmen dijo...

Está bien que haya un dia para visitar a los muertos, aunque decimos que el recuerdo hay que llevarlo dentro de cada uno. También decimos que las flores no sirven para nada y que hay que hacerlo en vida, estoy de acuerdo, pero bien bonito que está el cementerio cuando vemos las flores frescas.
De tus correrías por el cementerio o la iglesia sin comentarios ya se sabe, todas hemos pasado por esa edad y hemos hecho esas cosas o similares.
Os cuento una mia, aprendi a bailar la "yenka" en el atrio de la iglesia de mi pueblo, no os digo más.
La yenka era un baile de mi época, os lo aclaro porque vosotras seguro que no habéis oido hablar núnca de él.
Besicos.

Lorena dijo...

Carmen: Izquierda, izquierda, derecha, derecha, delante, detrás, un, dos, tres!!, claro que he bailado la yenka!!!, montones de veces además!, eso sí, no en la iglesia como tu. Yo allí iba al ataque de risa y a entonar sin hacer demasiados desafines el Kyrie Eleison, jajajaja, besotes Carmen!!

Paulittta dijo...

No he estado en el de Castellón, pero sí en el cementerio nuevo de Valencia y no me gustó nada, mi pobre abuelo está en el cuarto piso!! Me parece horrible que una vez muerto te metan en una estanteria... pero es lo que hay!

En el cementerio de la Pobla estuve este verano y me impresionó muchísimo porque me puse a mirar las fotos y conocía a muchísimos vecinos. No sé, me pareció un poco macabro que todos me miraran tan contentos (como tú dices), mientras están dentro de esas cajas...

No sé, pero me parece más bonito los cementerios de las películas americanas: campos de cesped con unas losas pequeñitas donde la gente pasea con la tranquilidad del campo. Es una lástima que aquí no se haga parecido :-(

besssisssssss

Lorena dijo...

Paulitta: Pues sí, da menos miedo morirse si vas a parar a un parque que sea bonito. En el norte también son así los cementerios, los niños juegan y tienen "vida", a mí eso me gusta y me quita un poco de mal rollo, supongo que es nuestra cultura. Besotes guapa!

JAVIER dijo...

En Méjico lo celebran al ritmo de rancheras, con guitarras, guitarrones y comida, mucha comida. Los cementerios son de colores y en las casas ponen un altar con velas y ofrendan comidas y bebidas por el alma de los que ya no están. Es una fiesta.
Yo todavía voy con mi familia el 1 de Noviembre a hacer la visita a los que se me fueron, y cada año se me hace más duro. Un abrazo

Lorena dijo...

Javier: ^Pues sí, hay lugares en que lo transforman en una fiesta bonita, y lugares en los que te falta el aire y como tu dices se hace difícil, porque es que esas visitas ¡remueven tantas cosas por dentro!, al fin y al cabo, es meter el dedo en la parte más sensible del alma. ¡Ánimo! y un abrazo fuerte!!

Alicia dijo...

A mi siempre me daban miedo los cementerios hasta que vine a Estocolmo, porque aquí son como parques. Mucha gente va a leer un libro, ninos juegan, hay árboles, cesped, flores... lo dicho, son muy bonitos. Los cementerios espanoles son horribles, sobre todos los de ciudades grandes donde a los muertos se les entierra en pisos. Besitos

Lorena dijo...

Alicia: Es cierto Alicia, pienso exactamente como tu. La muerte la hacemos mucho más fea de lo que parece ya de por sí. Bueno, a ver si prontito puedo darme un paseo por los cementerios suecos y disfrutarlos, que sólo con eso ya me conformo. Un abrazote!